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Terror envenenado: la historia de Anna Margaretha Zwanziger

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Anna Margaretha Zwanziger, una mujer nacida el 7 de agosto de 1760 en Núremberg, Alemania, se convirtió en una de las primeras homicidas conocidas por utilizar el arsénico como su arma letal. Su modus operandi era peculiar y despiadado: seducía a hombres con poder y fortuna, y cuando estos la rechazaban, tomaba represalias mortales contra ellos y sus seres queridos.

Después de un matrimonio desafortunado con un hombre alcohólico que dilapidó su herencia, Zwanziger, ya con 40 años, buscaba desesperadamente una salida en la vida. Tras fracasar en varios trabajos, recurrió a emplearse en hogares adinerados con la esperanza de encontrar un esposo más comprensivo entre sus patrones.

Su primera víctima fue el juez Glaser, a quien intentó conquistar. Sin embargo, al enterarse de que estaba separado de su esposa y no disponible para el matrimonio, Zwanziger envenenó a la esposa en un intento de evitar una reconciliación. Aunque el juez no la aceptó como esposa, ella persistió en sus intentos y envenenó a varios invitados en una cena organizada por él, aunque ninguno murió por suerte.

Despedida por Glaser, Zwanziger encontró empleo en la casa del juez Grohmann, otro hombre al que pretendía seducir. Cuando este anunció su compromiso con otra mujer, Zwanziger, consumida por el despecho, lo envenenó hasta la muerte. Luego, intentó asesinar a dos sirvientes con los que tenía conflictos, pero falló en el intento.

Continuó su patrón mortal en la casa de otro juez, Gebhard, envenenando a la esposa del magistrado y a otros residentes. Su audacia alcanzó nuevos límites cuando administró arsénico a dos sirvientes y al hijo del juez, este último con una galleta mojada en leche.

La detección del arsénico en la comida llevó a la revelación de la culpable, pero Zwanziger logró escapar antes de ser capturada, dejando más veneno detrás de ella. Finalmente, fue detenida en 1809 después de enviar cartas a la familia Grohmann expresando su amor por el niño fallecido.

Durante seis meses de interrogatorio, Zwanziger finalmente confesó sus crímenes, mostrando poco remordimiento y declarando que el arsénico era su fiel aliado. Condenada a muerte, fue decapitada en 1811 en Kulmbach, dejando tras de sí un legado de terror y muerte. Antes de su ejecución, pronunció palabras que reflejaban su insensibilidad y peligrosidad para la sociedad, mostrando una falta de arrepentimiento que aterrorizó a todos los presentes.

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