INTERÉS GENERAL

Fue pionero en escribir sobre VIH y homosexualidad y dejó una novela que estuvo perdida por años

En “Vista desde una acera”, su novela póstuma, el escritor colombiano Fernando Molano Vargas escribe un diario de la enfermedad de su novio que, entre el caos de sus primeros casos, los prejuicios familiares y la desidia estatal, era “más espantadora que la lepra en sus mejores tiempos”.

Así estamos aquí, completamente suspendidos, obligados por el instinto a una esperanza inútil; pues él tiene entre sus dedos el sobre y yo lo tomo, saco el papel y está allí de nuevo esa palabra: positivo”.

Esta escena que el escritor colombiano Fernando Molano Vargas narra enVista desde una acerafue, tal vez, la más determinante de su vida. No por nada es la que abre su novela póstuma que, traspapelada en la biblioteca más importante de Bogotá, permaneció inédita por casi 15 años.

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Al comienzo de Vista desde una acera, como primera entrada de un diario en presente que se intercalará con una narración de la dura infancia de los dos protagonistas, Fernando, el narrador, toma como punto de partida el momento en el que Adrián, su novio, cierra aturdido el sobre con el informe de laboratorio que acaba de diagnosticarlo como VIH positivo y, tras un largo silencio compartido, solo se atreve a decirle: “Pero fuimos felices, ¿cierto?”.

Hoy, con el tan inmenso como demorado avance en el tratamiento del virus, así como del estigma que (aunque no extinto del todo) acarreaba, la escena sería distinta. Pero esta novela comienza a fines de los años 80, y Adrián es uno de los primeros en contraer “esta enfermedad que parece más espantadora que la lepra en sus mejores tiempos” y que, al momento de lo que se conoció como “crisis del sida” o “peste rosa”, era terminal. Aunque fue técnicamente una pandemia, su respuesta casi nula por parte de los Estados o la Organización Mundial de la Salud estuvo a años luz de la rapidez con la que se logró combatir en los últimos tres años al covid.

De no haber tomado el mundo en ese entonces un rumbo signado por el odio y los prejuicios, al menos 40 millones de vidas podrían haberse salvado y hoy no sería necesario conmemorar, como todos los 1 de diciembre, el Día Mundial de la Lucha contra el Sida.

“Romeo y Pablito”

A pesar de que en Vista desde una acerareeditada por Blatt & Ríos, la narración se detiene justo antes del ineludible desenlace, Adrián, personaje que refleja a Diego Molina, la pareja real del autor, terminará muriendo tras un corto pero intenso padecimiento, tanto de todas las enfermedades que gravitan en torno a este virus inmunodepresor, como del cruel destrato de las instituciones médicas y educativas de su país, su kafkiana burocracia y sus trabajadores desalmados.

“De repente siento que no duele más el temor de morir que el de perdernos”, escribe Fernando en su diario al enterarse del resultado positivo de Adrián. Este, en un intento humorístico por aligerar la situación, le dice que “es una lástima ya no poder saber quién de los dos ganaría la apuesta” por ver quién sería el primero en publicar un libro, el cual obtendría el “derecho a comerse al otro durante un año todas las veces que quisiera”.

Cada uno con su preferencia, aunque en el fondo ambos satisfechos con cualquiera de los resultados, se debaten entre la posibilidad abstracta, imaginaria, de sacar un librito con algunos de sus viejos poemas o un ensayo “proponiendo una libertad de culos”. Después de descartar una y la otra, Adrián le sugiere: “Deberíamos escribir una novela, Fercho”. Fernando, por su parte, bromea: “Romeo y Pablito”. Pero su historia, como la de Shakespeare y toda tragedia, también tendrá un desenlace fatal.

Mientras Molano Vargas acompañaba a su novio Diego en el engorroso proceso de su tratamiento, él también fue diagnosticado con VIH. Diego murió al poco tiempo y Fernando, entre las penurias económicas, el cuidado de sus padres enfermos y el duelo por el hombre que fue el amor de su vida, logró de alguna manera ganar la apuesta: su primera novela, Un beso de Dick, ganó un prestigioso premio de Medellín y así tuvo Molano Vargas, en 1992, su primer libro publicado.

Sin embargo, a pesar de la potencia que con los años fue ganando su obra, el autor no llegó a ver su otra novela en librerías. En 1997, el bogotano entregó el borrador corregido de Vista desde una acera como lo estipulaba la Beca de Creación de Colcultura que había ganado dos años atrás. Pero en abril de 1998, antes de que su segunda novela se publicara y tras un empeoramiento en su condición, Molano Vargas falleció en el “callejón de la muerte” de la Clínica San Pedro Claver en Bogotá, ahí donde mandaban a los pacientes terminales.

“Héroes de trapo en una guerra de cartón”

“Desde niño supe que por mi felicidad tendría que pagar bastante caro”, escribe Molano Vargas en esta novela que, intercalada con el diario de la enfermedad de su novio que lleva Fernando, cuenta el complejo pasado de cada uno y todo lo que tuvieron que atravesar hasta su encuentro.

Infancias signadas por familias que rechazaban su mariconería pero que eran, a la vez, tan capaces de la violencia como de la ternura; un sistema escolar expulsivo que se asquea ante la grasa con la que muchos alumnos, como el propio Molano Vargas, ensuciaban sus manos en talleres por tener que trabajar; predadores sexuales camuflados en su homofobia que acechaban en los cuartos más oscuros de las casas familiares y en la supuesta seguridad de las aulas.

“Las cosas son como son, y punto: yo lo sé. Pero a mí siempre me ha parecido que podrían ser mejores”, escribe. Y es que tanto en Fernando como en Adrián se solaparon dos de las fuentes de prejuicios más grandes de la Colombia de los años 60 y 70: la homosexualidad y la pobreza. En busca de una revolución que las subsanara, el joven (así como el autor) se unió a “uno de esos grupos que llaman células urbanas de la guerrilla”.

Su paso por las sierras -lugar donde, según le advierten, “matan y entierran donde el muerto cae”-, sin embargo, no se detalla en la novela. Con cortante desdén, el narrador asegura: “No necesité más de unos meses para entender que aquello no era más que un chiste. Un chiste en el que bien podías jugarte la vida (…).Yo creía que el problema actual de la revolución ni estaba en financiarla, sino en crearla (…). Pretendíamos pasar a la historia como héroes de trapo en una guerra de cartón”.

Así como sucedió en otros países de Latinoamérica, los movimientos revolucionarios en ese entonces consideraban a la homosexualidad como “una prueba de la decadencia moral de las relaciones capitalistas, un despreciable vicio burgués que debía ser perseguido”. Después de apartarse de la célula urbana de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) por las mismas razones de su expulsión del seno familiar, Fernando explica: “¿Por qué habría de seguir vinculado a una lucha por una revolución de la que yo estaría excluido? Nunca dejaría de creer en la revolución, pero perdí todas las ilusiones en esta que había conocido de nuestra izquierda”.

Es en ese desencanto generalizado que Fernando conoce a Adrián, quien le insufla una seguridad inusitada y un erotismo que, encausado con fluidez por vez primera, logra sedimentar en ellos todas las nutritivas e inefables certezas del amor y la poesía. Esta última tiene un lugar preponderante a lo largo de Vista desde una acera, así como lo tuvo en la vida de Molano Vargas que, tras no incluir su propio diagnóstico positivo en la novela, decidió volcarlo en poemas que no paró de escribir hasta sus últimos días, como este que puede leerse a continuación, incluido en su poemario de próxima aparición por Blatt & Ríos, Todas mis cosas en tus bolsillos, publicado originalmente en 1997 a pocos meses de la muerte del autor.

“VIH”

Soy joven y estoy aún, digamos,

en ese tiempo inverosímil

que para mis mayores ha huido

tan de prisa.

En mí el deseo

se encabrita a cada instante

de cada noche y de cada día,

y bien podría ser recomenzado

sin dar, por otra parte, mucho.

Así, no tengo por qué pedir la fuerza

y el coraje: yo no los tengo simplemente

y sigo —sin proponérmelo siquiera

echando cosas en el talego de mis sueños.

Aún conservo —no sé explicar cómo

una pizca de esperanza

suficiente

para creer que serán mejores las cosas

—no las mías: las cosas llanamente

e intento,

aunque no puedo evitarlo a veces,

no ser cruel.

Pero hacia mí la muerte se apresura.

En verdad, hace años la tengo

pegada a mis talones,

soplándome su vaho en los carrillos.

Manos arriba contra la pared,

apretados los muslos y los ojos,

ella me tiene;

y aguardo, solo, a que por fin me aseste

su triste golpe.

¿Qué espera, pues, la muerte?

¿Qué pretende conmigo esa señora

sólo rozando mi cuerpo

sus tiernos velos

sin abrazarme?,

mientras a mi espalda bulle

y me excita

la vida,

y el amor,

y el deseo:

los muchachos,

el fresco aroma

en sus axilas…

“Venimos, nos venimos y nos vamos”

“Casi todos se van después de que se vienen… ¿Por qué será?”, se pregunta el narrador cuando rememora sus primeros encuentros sexuales, algunos espontáneos y furtivos, otros construidos y buscados, no todos consensuados. “No miento: todos los maricas venimos, nos venimos y nos vamos y ya: se acabó todo”, remata.

Esa fue la diferencia decisiva con quien sería el amor de su vida: Adrián se vino y se quedó. Las promesas de fidelidad y amor verdadero son algo escasas en la literatura gay latinoamericana anterior al siglo XXI, y Vista desde una acera es una de las pocas y más tiernas excepciones.

Después de morir Diego -el Adrián de la vida real-, Molano Vargas lo enterró con una lápida en la que talló a mano el poema “Partir” de Héctor Ignacio Rodríguez (que, hacia el medio, leía: “Así como hemos llegado partiremos / Sólo el cuerpo frágil la sombra de un árbol), y una frase de “11 P.M.”, otro poema del mismo autor: “En donde quiera que estés / te doy un beso, buenas noches, mi amor”.

A los cinco años de la muerte de su amado (tiempo reglamentario para exhumar cuerpos en Colombia), Molano Vargas decidió enterrar sus cenizas en el Parque Nacional de Bogotá, un lugar especial para ambos, y un árbol que plantó el mismo remplazó a la lápida que había tardado un mes en tallar.

Bajo ese mismo árbol, cinco años después, el hermano del escritor enterraría las cenizas de Fernando Molano Vargas junto a las de su amado Diego Molina bajo ese árbol que, en las antípodas de lo pétreo, continúa dando sombra a los muchachos que todavía, bajo sus hojas, van a besarse.

“Así deambulan siempre por las aceras interesados sólo en lucir los encantos descarados de su juventud, perdidos siempre en la ensoñación del mutuo deseo, puesto como por casualidad en sus miradas de chicos inocentes que a hurtadillas se buscan como diciendo: ‘Vamos, la dicha es breve: aprovechemos’. Sí: aprovechemos ahora, que aún no tenemos que pagar la cuenta”.

Así empieza “Vista desde una acera”

Les diré, la escuela se llamaba Concentración José Eustasio Rivera. Y no era la gran cosa.

En el recreo jugábamos lleva y también soldados libertados. Aunque la verdad es que yo no recuerdo a quienes jugaban conmigo. Sólo a Miguel lo recuerdo; y él nunca jugó con nosotros. Era el más alto del curso y era el más serio, casi nunca se reía. Se sentaba contra la pared en un pupitre de atrás. Era zurdo, y escribía con el cuaderno volteado, como se debe. Sí, creo que se llamaba Miguel.

En las mañanas mamá me despertaba a las seis y media, y me mandaba a lavar mi cara y a mojar bien mi cabello. Cuando terminaba mi desayuno, ella me peinaba alzándome un copete sobre la frente, me preguntaba si llevaba hechas mis tareas de la escuela, y por último, porque casi siempre lo iba olvidando, humedecía una toalla para limpiar mis piernas, sobre todo en las rodillas y atrás, arriba de las medias, con mucho regaño y restregón fuerte por tanto mugre que yo me hacía. Siempre me escocía la piel después de eso. No como cuando me bañaban todo el cuerpo; y eso ocurría sólo los domingos.

Cuando me desnudaba, mamá siempre se ponía una mano sobre el rostro, abría los dedos para mirar como si no quisiera y decía: “¡Qué vergüenza!”; y me alzaba sobre el lavadero de la ropa para echarme agua fría y empezar a untar jabón en mi cabeza y en mi cara; desde el cuello bajaba el jabón por mis brazos y otra vez lo subía hasta el pecho; del vientre lo llevaba rápido a las piernas y, apenas de paso, por aquí: “¡Grosero!”, me decía como si se enojara justo cuando más ardía el jabón en mis ojos; hasta que otra vez venía el agua fría…

Los domingos no me quedaba escozor en la piel y yo adoraba mi baño de los domingos. Pero no me gustaba que me bañaran sobre el lavadero del patio, porque a veces los hijos de una señora de a la vuelta se venían sobre los tejados para fisgonear y burlarse, y mamá les gritaba y les decía “corrompidos”.

El hecho es que un día ya no quise dejarme bañar de nadie. Porque hablando con Miguel supe que él se bañaba solo. Y desde entonces también me lavo los dientes. Por Miguel.

Miguel era no aburrirse en la escuela haciendo planas de palitos, esas planas interminables, que me quedaban tan feas como la letra que tengo ahora; era volver la cabeza para buscar su pupitre y mirarlo escribir con su mano izquierda sobre su cuaderno volteado; era ponerse triste cuando él no iba a clases; era esa cosa rara, aquí en el estómago, cuando volvía.

Quién fue Fernando Molano Vargas

♦ Nació en Bogotá, Colombia, en 1961, ciudad donde también falleció en 1998.

♦ Fue escritor y crítico literario.

♦ Su primera novela, Un beso de Dick, recibió el premio de la Cámara de Comercio de Medellín en 1992.

♦ También publicó los libros Vista desde una acera Todas mis cosas en tus bolsillos.

Infobae

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